lunes, enero 28, 2008

El secreto de Almendras I

En el principio era la palabra

Hacía tiempo que Almendrita había tomado la sana costumbre de la lectura. Para ella, “sano” era sinónimo de no tener que trabajar en el campo de cultivo de patatas. Eso sí, que nadie le preguntara qué le quedaba de sus lecturas: leía mucho y como coladera. Nada se le quedaba. Si alguien le hacía una pregunta al respecto, ella decía: “tengo una ideita”.
Eso era todo. Su actitud lapidaria hacía desistir a sus escasos y ocasionales interlocutores de tratar de llegar más allá. Su ideita era que leer tenía que servir necesariamente para algo más que pretextar su inasistencia al campo patatero, pero no terminaba (y ni siquiera comenzaba) de saber para qué era.
Aquella fatídica tarde, Almendrita leía Altazor. Iba ya por los versos finales. Distraída, o autista, como casi siempre, nunca se fijó que se había sentado a un lado del camión que trasladaría las patatas al mercado. Fue cuando pasó “eso”.
A estas alturas, aún no queda claro si fue esa especie de imán natural que tenía ella hacia las patatas, o bien, si fue el cansancio del chico que subía ese costal. Lo que sí es cierto es que el muchacho no lo hizo a propósito. No se supo el momento exacto, pero de pronto ahí estaba el cuadro: entre el árido suelo del campo y el yute del costal –tan lleno de patatas como vacía la cabeza de Almendrita--, estaba ella, Almendrita, con el libro bajo sus brazos y sus grandes y verdes dientes, sintiendo la textura de la tierra, probando su salino sabor.
El chico del camión se quedó indeciso. ¿La desenterraba o no? Sabía de la veneración que los padres de Almendra tenían por su retoño. Sabía, también, de la costumbre de Almendrita, tan natural como sus dientes y su pelo rizado, de falsear las cosas para quedar siempre como víctima. Optó por no desenterrarla. Entre las patatas y la niña, las patatas sí que importaban. Sólo levantó el costal, lo subió al camión tan rápido como pudo, se subió en él y metió el acelerador a fondo, sin que hasta hoy se sepa de su paradero.
Los padres de Almendrita se desconcertaron ante el hecho de que el chofer-cargador, Armando era su nombre, se hubiera ido sin despedirse. Al llegar al sitio donde estaba el camión, vieron a Almendrita semi-enterrada, lo cual no los sorprendió, pues ya sabían que a su hija le gustaba tener la cabeza en la tierra (literalmente). La sacaron. Ella escupió piedras y tierra... “¡Hijita...!”, dijo su madre.
“Pa-pa-pa-pa-pa-ta-ta-s”, dijo Almendrita tratando de explicarles, de darles la queja para que riñeran a Armando. Los padres la vieron con cara de sorpresa. “Pa-ta-ta-ta-tas”, pudo decir Almendrita. Su padre sólo atinó a retirarle el libro de las manos. “Pa pa pa pa pa ta tas”, seguía diciendo Almendrita. El padre vio los versos que leía su hija. “Pa ta ta ta ta ta tas”, era lo único que seguía diciendo la muchacha. Su padre la veía y empezó a llorar al ver nuevamente el libro. Temblaba y lloraba cuando anunció a su esposa: “¡Querida! La nena quiere hacer versitos”.
Una poeta más había nacido. Los libros, las antologías, sus premios y el viaje al extranjero para proseguir con sus lecturas (que crecieron en número, pero nunca avanzaron en comprensión)... todo eso y otras cosas más que se omiten por no alargar el relato, tuvieron su origen en aquel incidente.
"El secreto de Almendras" consiste en una serie de relatos basados en una compañera de estudios de hace tiempo. El otro día, revisando en el baúl de cristal que tengo en la Fortaleza de la Soledad, encontré éste y algunos otros, escritos en el salón de clase, con la única finalidad de mitigar el hastío que me provocaba cierto seminario. Para bien o para mal, la redacción de estos relatos se vio interrumpida cuando me tuve que ir a vivir a Providence, R.I. Posteriormente subiré los dos o tres que andan por ahí. Gracias a Gusi por señalarme un error de acentuación.

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