sábado, octubre 20, 2007

Juana Meléndez (1914-2007)

Con la muerte de Juana Meléndez el día de ayer, casi se cierra un capítulo tanto en la historia literaria de Ese Lugar, como en mi vida personal. Si lo primero me tiene un tanto sin cuidado debido a que la relación amor-odio que tengo con Ese Lugar tiene tiempo detenida en el segundo de ellos, lo que atañe a mi relación amistosa y de magisterio con la maestra Juana, como la llamábamos algunos de su ex-alumnos, me ha puesto a pensar varias cosas...
Hubo una época en la que solamente me juntaba con personas mucho mayores que yo: a la amistad que puede llegar a surgir dentro de un salón de clase se le aunó la amistad nacida de las afinidades electivas, terminada, venir a ver, con la muerte de dichas amistades: Librado Basilio (¿?-1994), Ana María Julián (1908-1994), Joaquín Antonio Peñalosa (1922-1999), Rafael Montejano (1918-2000) y Juana Meléndez (1914-2007). Queda todavía una de esas amistades, de aquí que “casi” se cierre un capítulo.
A Juana Meléndez la conocí por allá de 1988, cuando todavía coordinaba el Taller de Literatura de la UASLP y cuando todavía ostentaba el carácter tan duro que tantos y tantos problemas le había de causar, académica y personalmente. La relación amistosa entre los dos surgió paulatinamente y, como suele suceder, terminó involucrando a mi familia: con el tiempo, mi padre se convirtió en asiduo lector de sus poemas y encontraba agradable comprar libros de ella para regalarle a sus amistades; de vez en cuando la maestra le enviaba regalos a mi madre y Vannia y ella se hacían bromas un tanto pesadas... Incluso, en alguna ocasión, la maestra jaló de los cabellos a mi sobrino José Octavio, luego de que él le había enseñado la lengua...
Como suele suceder en prácticamente todas las relaciones amistosas, en la nuestra hubo vaivenes, originados por la terquedad de ambos. De 2002 a la fecha hubo varios y pese a la innegable estima existente entre nosotros, ninguno de los dos hizo nada por comunicarse luego de cierta tarde veraniega de 2003. No obstante, ambos nos ingeniábamos para saber uno del otro (la ventaja de contar con amistades mutuas, no cabe duda).
Pese a haber participado en la edición de varios de sus libros (Tratando de encender palabras, Algo de mí te llevas, Alacena de cuentos, Chosen Pages y su Obra poética), no había punto de acuerdo: ella siempre supo que su propuesta poética jamás terminó de convencerme y yo, a la fecha, sigo tratando de explicarme por qué hay poemas que, a pesar de todo, funcionan y se quedan grabados luego de una o dos lecturas.
Justo ayer por la tarde, en el DF, acompañado de mi amiga Yudis, reflexionaba acerca del significado de la amistad, de sus derechos y obligaciones. Por segunda vez en el día salió por ahí el nombre de Juana Meléndez, asociado con los límites de la amistad. En la mañana, platicando con Sergio y con Gonzalo Lizardo, le contaba al último aquella inútil discusión con la maestra, a propósito de los avatares del alejandrino español.
Hacía años que la maestra Juana estaba muy cansada; así lo decía y así se le sentía. De vez en vez bromeaba con ella y le decía que tomara vitaminas, por si acaso corría la misma suerte que su madre, quien falleció hace poco tiempo, como a los 112 años de edad. Recuerdo cuando una tarde que fui a su casa me dijo: “Fíjate que estoy muy triste, porque murió mi mamá, en Monterrey”. Al preguntarle si no iría y tal y cual, su respuesta fue muy suya y creo que la retrata de cuerpo entero y en tercera dimensión: “¿Para qué?”
La muerte de su padre sí que la afectó... tanto que años después aún la entristecía y la llevaba a decir que sentía remordimientos por la forma en que falleció. Tiene dos poemas al respecto: “Mi padre” y “Dicen que murió a las doce”. Estos dos, con sus defectos estilísticos y su enorme carga afectiva, pertenecen a esa serie de textos suyos que, de verdad, me intrigan...
Ahora, además de sus poemas, quedan por ahí, y para mí, algunos recuerdos de tardes y noches de amistosas conversaciones y lecturas de textos, acompañadas de café, licor de anís, whiskey y humo de cigarros.
Sí, sólo el humo permanece...

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